domingo, 27 de noviembre de 2016

Día mundial en recuerdo de las víctimas de siniestros de tráfico



Todos decían que llovía mucho, que era uno de esos días que jamás te planteas recordar, pero que terminas almacenando en la memoria pese a no querer. Aseguraban que aunque todavía quedaba tiempo para que anocheciera, nosotros habíamos decidido volver antes a casa.

A casa. Dos palabras que me sonaban tan extrañas como mi nombre.

No lo recordaba.

No alcanzaba a recordar nada. Ni cerrando los ojos con fuerza, tratando de concentrarme, conseguía  que algo de ese día, por mísero que fuera, volviera.

He intentado visualizar las gotas precipitarse en cascada, incluso me las he imaginado resbalando por las siluetas de las casas y los edificios. Pero no ayuda.
Lo he olvidado todo, incluso quién era ella. Quien era yo.

Los fui examinando uno por uno pero ninguno de los rostros me sonaban familiares. Aunque al parecer, y lo más perturbador de todo: todos me conocían. Desde el más mayor, sentado en una de esas sillitas de plástico plegables que se llevan a la playa, hasta el más pequeño, que parecía estar incluso más perdido que yo.

Nada, no había nada. Salvo frío. Un frío que me impedía moverme con agilidad. Parecía que se desvivía por enredarse en mis huesos y tirar de ellos en todas direcciones, como si romperme fuera su objetivo.
Llevaba perdido lo que se asemejaba a una eternidad, y era insoportable. Me limitaba a observar a decenas de desconocidos agruparse y dispersarse a la entrada de lo que sospechaba, una habitación.

De hospital.

Cuando caí en la cuenta de dónde estaba, el frío tiró con más fuerza de todo a lo que se había anclado, y escuché mi propio interior romperse. Hacerse añicos.
Estaba en un hospital, frente a una puerta gris con demasiados números en una placa.
¿Tenía que entrar? ¿Tocaba primero o simplemente debía empujar hacia adentro? ¿Cómo no la había visto antes? ¿Cómo no me había dicho nadie dónde estaba, es que acaso no me veían?

No, no me veían. Entonces lo comprendí. Ni el señor mayor sentado en su silla vieja de playa ni el niño de ojos azules que se entretenía anudándose los cordones. Ni siquiera esos dos que siempre lloraban en silencio, cerca de una esquina cubierta de sombras. Me planté delante de ellos y les grité que pararan un poco, que dejaran de lamentarse. Pero ninguno de los dos reaccionó. Me volví entonces hacia el niño, que no se escondía en fingir que no  entendía mucho de lo que pasaba. Me senté frente a él justo cuando desplegaba un folio arrugado y lo planchaba sobre el suelo. Era un dibujo. Un dibujo horrible que hizo que el frío empeorara. Grité para que parara, pero no lo hizo. El niño siguió concentrado en alisar los bordes de la hoja doblada y el frío me rompió las muñecas cuando intenté quitárselo. No me dejaba acercarme.
Lo intenté de nuevo, más rápido. Pero volví a fallar. El dolor me hizo retroceder. Casi cuando pude acariciar el tacto de las ceras sobre el papel, sentí el brazo entero estallar en llamas.

Lloré, pero no me extrañó no notar el rostro húmedo. Estaba cegado por aquel dibujo macabro que retrataba algo parecido a un coche negro, del revés. Se había salido de las líneas grises que había por carretera, y lo que parecían tulipanes de distintos tonos de rojo y naranja, lo tenían asediado por todas partes.
Supuse que era fuego devorando un coche que había volcado, destruyendo el quitamiedos del camino y dejando la carretera llena de marcas tan oscuras como su pintura.

No pude moverme. Justo como entonces. Como cuando el coche en la vida real no pudo más que obedecer a la inercia y giró sobre su eje para noquearnos. A mí, y a la chica que iba en el asiento de copiloto, justo a mi lado. Lo recordé todo, como si revivir el violento golpe que me había partido los huesos hubiera servido de bomba explosiva.
Mi mente se alejó del crío, recordando, y me centré en ella. La miré antes de que empezara a llover.

-Llévame a casa -dijo, y se cruzó de brazos.

Me limité a hacer lo que me pidió. Tenía las mejillas llenas de lágrimas, y el pelo convertido en una maraña enfadada. Estuvimos discutiendo. Intenté pedirle perdón. Ella a mí también. No supimos cómo terminar aquella incómoda situación. Hasta que el cielo rompió a llorar con más fuerza que ella, y en cuestión de segundos la carretera se había llenado de destellos.

Oh, dios mío. Claro que lo recordaba. No pudimos despedirnos.

Me giré hacia la puerta que había decidido ignorar hacía apenas cinco minutos.

Oh, dios mío.

Ella estaba allí. Detrás de la puerta gris.

Corrí, y volví a verla, solo que muy diferente a como la recordaba. Me senté a los pies de la cama donde parecía dormir, y volví a llorar. Pero no encontraba mis lágrimas. Ninguna.
La auténtica y verdadera Arley no podía estar frente a mí, inmovilizada por tubos y cables sobre una cama que quería engullirla. Era demasiado pequeña, demasiado delgada… Parecía una diminuta muñeca de trapo a la que habían cosido a la fuerza, e insuflado vida a base de oxígeno y máquinas terroríficas que hacían un ruido espantoso. Más que el chirrido de las ruedas tratando de aferrarse al asfalto. Más que la chapa raspándose y el metal deformándose. Incluso más que el cristal haciéndose añicos.

Más espantoso que el grito de aquella muñeca rota cuando comprendió que no volveríamos a vernos porque yo me quedaría allí, entre el amasijo negro y rodeado de tulipanes hechos con ceras rojas y naranjas.

Cerré los ojos, y las imágenes corrieron una detrás de otra, como fotogramas. Me retrataron lo que la vida puede cambiar en cuestión de segundos. Aunque tú no quieras. Aunque nadie quiera.

Cuando volví a enfocar la vista de nuevo en ella, comprendí lo que pasaba, y por qué yo había tardado tanto en abrir aquella puerta de hospital. No quería despertar. Arley no quería despertar porque sabía que yo no iba a estar con ella. Que ya no volvería a verme. Que nunca solucionaríamos nuestros problemas. Y lo peor de todo: quedaban tantas cosas por decirnos…
Por eso, la muñeca remendada quería rendirse, y dejar que las horribles máquinas, los huesos rotos, y los puntos de sutura, terminaran con ella. Quería que la cama se la tragase. O haberse quedado en la carretera, a mi lado.

Lo supe sin que abriera los ojos, sin que me dijera nada. Simplemente lo supe, por eso estaba allí, para rogarle que luchara. Porque no era necesario que nos marcháramos los dos. Porque, aunque fuera difícil y doliera todos los días, tenía que vivir. Tenía que vivir por los dos. Aunque como yo, se quedara sin lágrimas.



Le di la mano, y le pedí perdón hasta que el dolor se volvió insoportable. No quería ser un mal recuerdo, o su peor pesadilla.

Arley abrió los ojos y su mirada vacía se paseó por allá donde pudo. Como los que esperaban fuera de aquella habitación, tampoco pudo verme. Me consolé con que me sintiera allí con ella, pidiendo su aliento.

Callamos lo que había quedado por decirnos, y nos dimos la mano hasta que el fuego me pulverizó, a los pies de su cama de hospital, dejándome como el recuerdo que había pasado a ser.

La escuché respirar con fuerza.

Fue lo último de lo que fui consciente. De que se quedaba. De que lo había hecho. Se había quedado por mí.