Este relato lo escribí para el concurso que hace nada, realizó el blog Compases Rotos. Desde aquí, ¡muchas felicidades a las ganadoras! Y un abrazo a Lena por organizar un concurso para desatar nuestra imaginación.
Como siempre, es un placer escribir...
La
vi alejarse después de evitar su mirada. Me costó horrores desviar con tanta
rapidez la trayectoria de mis ojos de sus piernas. ¿Quién podía andar a
zancadas sobre esas alturas, y mantener tanta belleza intacta?
Ella. Porque era preciosa. ¿Y yo? Una
sombra de lo que un día fui. Nada.
¿Pero por qué evitarla? Sencillo, para
que mi corazón remendado no se fracturara más de lo que ya estaba. Pese a que
cada vez que recordaba la forma de sus labios, y el corte de su barbilla, y
solo quería morir besándola, sabía que si seguía negándome su pérdida, mis
pulmones explotarían y se llevarían los pedazos de mi corazón roto en la
expansión. ¿Estaba preparado para una muerte como esa?
No, yo quería morir en sus brazos, en
todo caso.
Lo cierto, es que, cuando en la
oscuridad de aquella zona industrial abandonada, ella ni se percató de mi
presencia, sentí que me ahogaba. ¡Dios, me ahogaba! Apreté los puños hasta
hacerme daño. Aguantar la rabia era tan difícil…
Pero, ¿qué podía hacer? Era tan tarde,
que si corría tras ella lo más seguro es que pensara en un psicópata o un
asesino que pretendía divertirse con ella antes de clavarle un puñal en el
costado.
Enfadado con mis propios pensamientos,
decidí olvidarla. Era pasado.
¡Cuán equivocado estaba!
Después de perder sus sutiles pasos, lo
vi a él. No supe describir lo que me cruzó por la mente. Me puse alerta, de pie
de un salto. Pronto escuché voces, y maldije estar lejos. Tratando de mantener
tranquila mi respiración, seguí el camino por el que él se había perdido.
¿Habría ido ella también por allí?
Noté mi corazón desbocado, y volví a
ahogarme. Pero no fue hasta que la escuché gritar hasta que dejé de respirar y
la ira me volvió lo que era: un ser irracional.
‹‹Alan, tranquilo. Alan, Alan…››, pero
ni mis propios intentos para estabilizarme daban su efecto.
Escuché un golpe secó, piel contra piel,
y luego lo vi a él sobre ella, en el suelo. Le había golpeado. ¡A ella! ¡Oh,
Dios, Dios! La ira me sacudió, como una explosión.
Corrí. De hecho, creo que volé, más bien.
Mi lugar estaba sobre él. Bueno: el lugar de mis puños estaba sobre su cara. Y
así fue como terminé. Rodamos por el suelo entre gruñidos; ella tembló en el
suelo cuando me vio aparecer. Sus ojos brillaban de miedo… ¡De miedo! Ella…
¡Oh, Dios mío, estaba tan preciosa! Y él había osado ponerle una mano encima…
Se la arrancaría, le arrancaría la mano…
Él estaba asustado. Yo golpeé tan fuerte
como mis brazos podían. Tampoco pude parar, ni cuando sentí un agudo pinchazo
atravesarme el abdomen. Boqueé un poco antes de incorporarme, con fuerza. Luego,
apreté los dientes y me destrocé los puños. Me los destrocé… Hacia arriba,
impacto, hacia arriba, impacto; y de nuevo, una y otra vez.
¡Ella estaba bien, lo estaba!
Regresé calle abajo con una extraña
neblina adueñándose de mis ojos. ¡Dios! ¿Seguía teniendo manos? Bajé la mirada
y me detuve: mis nudillos al completo manchados de sangre… y ella lo observaba
a él…
–Alan –sollozó
corriendo ya sin tacones –. ¡Joder Alan, eres un
maldito salvaje! –lloró, tapándose la boca
con sus manos temblorosas. Tan preciosas… Quise tocarlas, pero no podía mover
los dedos.
Entonces me agarró por el cuello de la
chaqueta, y me acordé de las veces que había empleado aquel gesto para
quitármela, pegándome a la pared de “no importaba dónde”. No pude evitar
perderme en el recuerdo. El olor que desprendían sus muñecas estaba tan cerca…
casi podía tocarlo con mis propios labios.
Observé sus ojos, y supe que, me moría.
Y no porque el dolor que ascendía desde mi abdomen quería que dejara de respirar,
no. Me moría porque sus preciosos ojos oscuros me hablaron en el silencio de la
noche, y comprendí lo que quiso decirme: era una aberración.
Regresé la vista a mis nudillos de nuevo
y ella ahogó un lamento, pero lloraba desconsolada.
Joder, ¡era una mierda!
El dolor de aquellos ojos se extendió
tan rápido por mi interior, que supe que mi propio veneno iba a acabar conmigo,
en cuestión de segundos. Me temblaron las rodillas y ella gritó apretando los
dientes.
–¡Lo has matado! ¡Alan,
joder! ¡Está muerto!
Pero no podía oírla, solo veía sus
sinuosos y dulces labios en movimiento. Bailaban al ritmo de las sombras y los
rayos de luna. Su pelo suelto luchaba contra sus calambres. Ondulado y castaño,
a juego con aquella boca pequeña para besar hasta hartarse, pues nunca se
desgastaba.
Llegué a mi moto, y la encaré,
mordiéndome un labio. Y supe que no lloraba por él, que no lloraba porque, como
siempre, mis malditos cables hubieran tomado la decisión de cruzarse de nuevo.
No. Lloraba sin desviar la vista de… mi.
–¡Alan! –susurró examinándome. Tiró de
mi camisa, y ¡et voilá! ¿Tan hondo había llegado la navaja? Vaya que sí…
Era una auténtica pesadilla. Era un ser
despreciable… Y aquel era mi castigo por ser un monstruo, un ser irracional que
se transformaba cada vez que se sentía amenazado. Mi castigo era estar cerca de
ella, olerla, sentir su aliento en mi cuello, sobre mis pómulos, en mi cuello…,
perderla a cada segundo sin poder hacer nada.
El sonido agudo y desquiciante de las
luces de los coches patrulla, fue nuestro acompañante. Hasta la policía había
ido a despedirme.
–Maldito capullo, ¡no! –intentó
taponar la herida. Le agarré las muñecas para poder mirarla a los ojos una vez
más. Ella chilló negando. ¡Se resistía a perderme! –.
¡Eres mío, gilipollas! ¡Ni se te ocurra cerrar tus asquerosos ojos! ¡Mírame!
Lo hice, hasta le sonreí.
–Lo siento, siento ser así… Me lo
merezco, es mi castigo. Siempre has tenido razón, soy un monstruo. Me merezco
terminar así.
Sentí un estallido en la mejilla y
agradecí aquel golpe. Me tambaleé hacia atrás, la moto volcó, y ella me sostuvo
de manera increíble sobre su pedestal dorado adornado con piedrecitas
brillantes. Además de preciosa, fuerte, y valiente.
–Me da igual lo que seas, Alan – ¿Por
qué me dolía más la tristeza de sus ojos que la pérdida de sangre que
experimentaba mi cuerpo? –. ¡Maldito imbécil, te odiaré como te mueras y me
dejes! ¡Dentro de ese monstruo está mi Alan!
–Ya lo dejamos –sonreí con tristeza.
Negó, acariciando mis manos destrozadas.
Caí de rodillas, ella conmigo. Trataba de taponar mi estómago con su chaqueta.
Sus hombros… ¡Oh, Dios qué hombros! Tan bonitos bajo el haz de la luna…
Ella había dicho que algún día,
terminaría así, desangrándome en mitad de la nada, por mis impulsos y mi
irracionalidad, pero lo que no sabía era que, lo único que yo quería, se estaba
cumpliendo: moría en sus brazos.
Sus labios impactaron sobre los míos, y
prometo, que aquello me alargó la vida el tiempo justo para plantear mi último
deseo: que mis ojos volvieran a abrirse para contemplarla. Y porque, tal y como
me gritó antes de dejar de escuchar su voz aniñada: los monstruos también se
merecen vivir.
Por Princesa Solitaria.