Lo intentas.
Primero suavemente, despacio y dejándote llevar
por el susurro liviano e incisivo; luego con más insistencia, pero esta vez es
el rugido de tu propia alma el que te empuja e incita, a lo que contestas con
movimientos más bruscos y más mecánicos. Movimientos que no son los tuyos. Son
los movimientos a los que acude una llamada necesitada. Son impulsivos, y sabes
que carecen de sentido, pues se necesita paciencia, siempre lo digo… Pero nunca
escuchas, o de mí no te fías.
¿De qué
sirve arremeter contra una hoja en blanco, que no puede retener ya ningún sólo
retazo del pasado que ansías perder? Está vacía, en blanco.
Las simples hojas no sangran, eso lo sabe todo
el mundo. Pero el papel contra el que blandías aquel viejo escalpelo de filos
plateados, podía hacerlo. Y tú, pretendías desangrarlo hasta dejarlo vacío, sin
tinta. Sin recuerdos, sin pasado.
Al menos crees que lo conseguiste, pero, ¿por
qué lloraste luego?
Ah, sí…
Arrojaste lejos el arma, que lanzó un lamento
arrollador al ocultar su filo. El
furioso resplandor plateado, se perdió
en algún punto por debajo de mi pecho, y tú, te giraste sobresaltado, al no
escuchar el eco del impacto. Lo recuerdo.
¿Fueron
mis ojos inexpresivos los que te lanzaron al vacío, o fue ese papel al que
dejaste sin nada que poder contar? Estaba destruido, ¿lo estabas tú también?
Yo no grité, pero tú sí.
Yo no me moví, pero tú corriste. Los jirones
blancos empapados en tinta oscura revolotearon furiosos junto con lo que había
en el escritorio. Todo voló durante unos segundos fugaces, tus pies también
parecieron hacerlo.
Yo no pude alzar los brazos, pero tú sí los
tuyos. Me cogiste con fuerza, tus hombros temblaban.
Tus ojos pudieron observar el detonante de aquel
desorden, pero los míos titilaban fijos sobre un punto de tu cara... Blanca,
como el papel sin nada que contar. Blanca, como mi rostro.
De nuevo sólo gritos y llanto, pero un llanto
furioso cargado de dolor y de injusticia. Una pena terriblemente incontrolable
en tus pupilas y un lo siento grabado
a fuego en tus labios.
El dolor en sí no era peor que contemplar tu
agobio desasosegado. Era muchísimo peor contemplarte, y perderte por momentos.
La visión nublada, el rostro desfigurado y eterno.
Palabras sin sentido, golpes en la distancia,
maldiciones y lamentos, promesas incumplibles, sueños inalcanzables, agonía y
pleno arrepentimiento. Culpa.
Un último casi inaudible: –¡No te duermas!
Aún eres mía, y no del sueño eterno –
(he de
confesarlo), me arrebató aquel frágil latido, por completo el corazón.
Pero, por lo menos fue tranquilo, y no ahogado y
desesperado. Tampoco complaciente, pues esperaste demasiado en confesarlo, y
entonces llegó la muerte.
Aunque ella no fuera amada, ni querida en ese
instante, alzó el vuelo lejos, con aún mi alma inconsciente. Me resbalaba de
sus manos a conciencia, pues dejaba las tuyas y eso me aterraba.
No te echo la culpa, ella tiró fuerte. Tus dedos
crispados temblaron momentáneamente. El escalpelo parecía flamear con un nuevo
brillo oscuro. Carmesí era la palabra.
Pero… te dediqué mi último aliento. Mi corazón
latió una vez más, sólo para escuchar aquello que tenías que decirme, y mereció
la pena, por lo menos tú también lo descubriste.
Ya de lejos, el filo del arma relució de nuevo,
y con un silbido rápido, cortó el silencio. Tus palabras lucharon por llegar
lejos y a tiempo, y por supuesto que lo hicieron:
–Desafiar a la muerte me atrevo,
por ti… Sólo por ti puedo.
La muerte chilló espantada cuando vio manchado
tu pecho de escarlata.
Tus brazos se alzaron de nuevo, reclamándome, y resbalé
hasta ellos.
–¿Tiene sentido ahora intentar
desangrar un papel que no tiene nada que decir? –te pregunté.
–No –contestaste –, porque
para hacerlo, debe de haber algo escrito antes –comprendiste.
–Pero es el pasado, ese del que
tú querías borrarte.
–Y he conseguido borrarme,
borrarme para siempre, porque desangré tu papel, el que escribiste del pasado.
Eso era de antes. Hablabas de palabras llameantes, y no de momentos
angustiantes.
Sólo tú, el verdadero conocedor de tus palabras,
me dedicaste aquello, por lo que luchaste: un último latido, que alteró nuestro
aire.